Quien quiera peces que se moje el culo

“No se ha llegado al colmo del dolor cuando se tiene aún fuerza para quejarse”

Caballero de Bruix

                                                                                    

Queremos ciclos de lavadora más cortos y ropa más limpia, días más largos y noches más cortas o días más cortos y noches más largas. Pedimos a discreción, que es gratis.

Queremos el pelo perfecto sin tener que peinarnos, cosas nuevas pero que parezcan viejas, cuerpos perfectos sin privarnos de nada tres días por semana, fumar y correr diez kilómetros al día, tomar el sol sin arrugarnos.
Y si no, nos quejamos.

Bebemos como si lo fuesen a prohibir, hasta el agua de los floreros, pero cada domingo por la mañana miramos a la resaca con cara de sorpresa. La cirrosis siempre la tiene el de al lado, claro. Del cáncer, mejor no hablemos.

Queremos crecer cuando somos niños pero cuando nos hacemos mayores cualquier tiempo pasado nos parece mejor. Pedimos respeto pero no sabemos lo que es guardarlo, siempre queremos lo que no tenemos y no se nos da demasiado bien cuidar las cosas.

Tenemos lo que queremos pero a veces no sabemos querer lo que tenemos. Vísteme despacio que tengo prisa y desvísteme deprisa, aunque tengamos todo el tiempo del mundo por delante. Corriendo por correr.

Queremos dinero y poder dormir las nueve horas de rigor sin madrugar los fines de semana, nos hacemos llamar valientes pero empieza a llover y somos expertos en el triple salto mortal de sofá con doble tarrina de helado cruzada, manta incluida. Refugio de los refugios.

Estudiamos y memorizamos cada continente, cada país y cada ciudad con sus respectivos ríos. Sabemos lo grande que es el Mundo pero siempre llegamos a la misma conclusión: todo me pasa a mi.
Y nos quejamos.

Se buscan príncipes azules pero se venden los besos a precio de saldo en rebajas continuas. Y por si alguien se las pierde, también abrimos domingos y festivos. La crisis, para los demás también. Quiéreme por encima de cualquier pero, pero sobre todo no te quejes si yo no hago lo mismo. Que ya me quejo yo.

Se buscan princesas delicadas pero en la oscuridad de la noche las intenciones se tornan algo menos caballerosas. Dama en la mesa, señora en la calle y puta en la cama. Curioso. Y si no, pues nos quejamos. No pongáis esa cara.

Queremos ver mundo y vivir en un loft en Nueva York con las paredes repletas de posters de películas de los ochenta y un gran ventanal con vistas a la ciudad, pero nos vamos una semana a Alicante y volvemos con toda la ropa desteñida y tres pares de calzoncillos perdidos no sabemos muy bien ni cómo ni dónde ni cuándo.

Queremos ir al cielo, pero por supuesto no queremos morir. Queremos vivir la vida desenfrenadamente pero la idea de caer enfermos nos parece descabellada. El viento en la cara a lomos de la incongruencia no permite pensar con claridad.

Escribimos por Whatsapp mientras conducimos porque los accidentes nunca los tenemos nosotros, pero si alguien pega un frenazo por ir hablando por el móvil le miramos con esa cara de “¿¿Tú estás loco??”.

Queremos inspirar confianza pero somos los primeros en dudar de nosotros mismos. Nos llaman ‘gorda’ y se nos atraganta entre el orgullo y el amor propio. Nos hacemos llamar “hombres” pero nuestro llanto asusta al mismísimo miedo y nuestro despecho corta como el cristal.

Regalamos más tiempo a la gente que no se acordará de nosotros que a la que lo hará toda la vida. Dedicamos más espacio en la memoria a los dígitos de la tarjeta de crédito que a las fechas de cumpleaños. Los papeles amontonados encima de la mesa acaban enterrando fotografías y dibujos pero luego no entendemos por qué nos quedamos solos.
Y nos quejamos.

Lo lógico, ¿no?

Oh, Mundo cruel. Tal vez sea hora de hacernos un par de preguntas. Tal vez sea un buen momento para preguntarle al niño que éramos por qué antes todo era susceptible de un “¿Por qué?”. Esa era probablemente la única manera que teníamos de descubrir las cosas importantes de la vida.

Esa era la manera en la que entendíamos que hay vidas de las que se puede aprender más que leyendo cualquier libro, que nadie ha escrito jamás una línea que diga más que una arruga. Así era cómo comprendíamos que quien algo quiere algo le cuesta, que caerse no era un motivo para dejar de jugar, que llorar la mayor parte de las veces no iba a solucionar nada, que los charcos están para saltar en ellos y que las mejores espadas son las que nos inventamos nosotros.

Así lo hacíamos, y en algún punto del camino dejamos de hacerlo. Dejamos de preguntarnos el por qué de las cosas, y dejamos de comprender muchas de ellas. Somos capaces de perdernos con tal de no preguntar.

A estas alturas deberíamos habernos dado cuenta de que al final nunca somos felices cuando tenemos que serlo. Siempre seremos más felices cuando acabemos la carrera, cuando llegue el verano, cuando hagamos un master, cuando encontremos un trabajo, cuando nos casemos, cuando hablemos inglés con un nivel decente, cuando pase el invierno, cuando tengamos hijos, cuando tengamos más dinero, cuando paguemos la hipoteca, cuando nos divorciemos, cuando consigamos un ascenso, cuando tengamos nietos, cuando nos jubilemos. Hemos encontrado una cómoda manera de ver pasar la vida prometiéndonos a nosotros mismos que, en algún momento, todo cambiará. Y mientras tanto, nos quejamos.

Puede que haya respuestas que no estamos dispuestos a escuchar. Puede que nos hayamos acomodado en exceso, que nos hayamos olvidado de darle la vuelta al colchón de vez en cuando. Extrañas maneras de mantener el equilibrio.

Necesitamos urgentemente que nos recuerden que el tiempo pasa y no podemos seguir asombrándonos al mirar atrás y ver cómo los momentos que un día estaban al alcance de nuestra mano se van quedando cada vez más lejos. En algún momento no estaremos más aquí, porque al final aquí no queda nadie. Aunque por eso también nos quejemos.

Nos hemos olvidado de vivir la vida como si fuese a acabarse para vivirla como si al final fuésemos a tener tiempo para hacer todas las cosas que hemos dejado de hacer, como si lo estuviésemos haciendo tan bien que nos fuesen a regalar diez minutos más. Pero aquí nadie regala nada.

Hemos dejado de mojarnos el culo por las cosas que hacen que la vida de una persona sea extraordinaria. Y son precisamente esas cosas las que nos hacen un poco inmortales: las que se quedan cuando nosotros nos hemos ido.

Mi pregunta es, ¿Cuál es vuestro pez? ¿Por qué hacéis las cosas? ¿Estáis haciendo todo lo que podéis? ¿Hace cuánto que no hacéis algo simplemente porque os da la gana? ¿Cuándo fue la última vez que hicisteis algo que os movió por dentro? Si desaparecieseis mañana, ¿por qué os recordarían? Espero equivocarme, pero es probable que recordéis mejor la última vez que os quejasteis por algo.

Os voy a pedir un favor: No os conforméis, nunca os acomodéis. Nunca deis algo por suficientemente bueno, porque entonces dejará de serlo. Siempre hay algo más allá de donde acaba nuestra nariz.

¿Por qué estáis dispuestos a mojaros el culo?

ECGXIII.

91 thoughts on “Quien quiera peces que se moje el culo

  1. Habeis descrito la «Vida misma» . Enhorabuena por la descripcion de la misma. Muchas gracias por hacerlo con un «toque» de humor.
    Estrella

  2. A ver… No. No me gusta este articulo. Creo, que es pura basura. Fluffy thinking, si a alguien le interesa. Bien escrito pero con una mierda de mensaje que no significa nada. Sean criticos y denle un par de vueltas al articulo. saludos y suerte.

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